Por Isaac Martín Delgado |
Como es sabido, una de las novedades más relevantes de la Directiva 2014/24/UE, del Parlamento Europeo y del Consejo, de 26 de mayo, sobre contratación pública, es su apuesta por el uso obligado de los medios electrónicos en los procedimientos de contratación. Cambiando la opción inicialmente planteada en la Directiva 2004/18/CE, que se limitaba a equiparar los medios electrónicos con los convencionales, adopta un enfoque algo más exigente y parte de la consideración de que las TIC han de ser el medio de comunicación y de intercambio de información ordinario entre los órganos de contratación y los licitadores.
Este cambio de perspectiva ha de ser valorado positivamente, sin duda alguna. Dado el significativo porcentaje sobre el PIB que implica la contratación pública (en torno al 19%, según la Comisión Europea) y contrastadas las bondades del uso de los medios electrónicos en términos de eficiencia y de transparencia, la contratación pública electrónica no puede ser una opción de libre disposición para las Administraciones.
Efectivamente, entendida como el uso de las tecnologías de la información y las comunicaciones en la contratación del sector público, combinado con cambios organizativos y procedimentales, con el fin de garantizar el cumplimiento de los principios de transparencia, libre competencia, no discriminación y eficaz utilización de los fondos públicos y de innovar la adquisición de bienes y servicios, la contratación pública electrónica es un medio imprescindible para la consecución de los objetivos perseguidos por la Comisión en este ámbito y por la propia Directiva; también para ayudar a la reducción del gasto público en la que tanto ha centrado sus esfuerzos el Legislador en los último años.
Consciente de ello, el Proyecto de Ley de Contratos del Sector Público que se está tramitando en estos momentos en las Cortes Generales subraya en su exposición de motivos la “decidida apuesta que el nuevo texto legal realiza a favor de la contratación electrónica, estableciéndola como obligatoria en los términos señalados en él, desde su entrada en vigor, anticipándose, por tanto, a los plazos previstos a nivel comunitario”. El problema es que esta afirmación inicial no encuentra confirmación en el texto de la norma. Antes al contrario, una lectura de los escasos preceptos que, de manera incoherente y asistemática, regulan el uso de los medios electrónicos pone de manifiesto que la misma se limita a llevar a cabo una transposición de mínimos, sin ir más allá de las exigencias que contempla la Directiva y, peor aún, sin tener en cuenta el conjunto del ordenamiento jurídico español.
Una de las manifestaciones de la mala técnica normativa a la que, desgraciadamente, nos tiene acostumbrados el Legislador, es la creación del Derecho por islas, en función del origen de las distintas normas y del Ministerio que lidera el proyecto. Aunque su autismo está más que diagnosticado, se resiste a hacer uso del tratamiento que podría poner fin al mismo.
En el caso de la propuesta de transposición de la citada Directiva que representa este proyecto, la manifestaciones de esta anomalía son evidentes. Sin ánimo de exhaustividad y limitando el análisis a cuestiones generales, así lo prueban las consideraciones que se exponen a continuación.
En primer lugar, se incurre en un desconocimiento, casi absoluto, de las novedades en materia de Administración electrónica incorporadas por las Leyes 39 y 40 de 2015, reguladoras del procedimiento administrativo común y del régimen jurídico del sector público. El ámbito de la contratación pública sigue estando totalmente ajeno a los intentos de modernización tecnológica de la organización y del procedimiento administrativo, lo cual resulta difícil de entender, sobre todo si se tiene en cuenta que la contratación pública no deja de ser un procedimiento administrativo más, que ha de tener sus especificidades, pero en ningún caso ser configurado como procedimiento especial a estos efectos.
En segundo lugar, son escasísimas las diferencias con respecto a la Ley de Contratos del Sector Público actualmente vigente, aprobada hace diez años. Resulta sorprendente comprobar cómo se reiteran no sólo expresiones y artículos, sino también ubicación sistemática de los mismos y opciones de técnica normativa. Basta, para demostrar que es así, con comprobar que la regulación general del uso de los medios electrónicos queda nuevamente relegada a (en este caso tres) Disposiciones Adicionales que se limitan a copiar el contenido de la Directiva con escasas diferencias. Si atendemos a lo que, de conformidad con el Acuerdo del Consejo de Ministros de 22 de julio de 2005 por el que se aprueban las Directrices de técnica normativa, significa una Disposición Adicional (su función consiste en incorporar las reglas que no sea posible situar en el articulado sin perjudicar su coherencia y unidad interna, es decir, los regímenes jurídicos especiales que contemplen situaciones jurídicas diferentes de las previstas en la parte dispositiva de la norma o los preceptos residuales que, por su naturaleza y contenido, no tengan acomodo en ninguna otra parte del texto de la misma), la conclusión es evidente: para el Legislador, la contratación electrónica es residual.
En tercer lugar, también se evidencian carencias tanto en las inclusiones como en los olvidos. Resulta curioso comprobar cómo la apuesta más fuerte por el uso de los medios electrónicos se lleva a cabo en relación con el recurso especial, con reiteradas remisiones a la LPAC; por contraposición con la regulación de los medios electrónicos en los procesos contractuales, da la sensación de que para el Legislador esta materia sí es procedimiento administrativo, mientras que no lo es el de contratación. Desde el extremo contrario, también llama la atención la no inclusión en la norma de instrumentos que no son obligatorios en la Directiva, como los catálogos electrónicos; es una buena imagen de la voluntad de limitarse a cumplir en lugar de innovar.
En cuarto lugar, los escasos preceptos que contemplan el uso de los medios electrónicos en no poca medida se limitan a reproducir lo que, hace diez años, sí podía ser considerado como novedoso, pero está parcialmente desfasado a día de hoy. Dicho en otras palabras, no se aprovechan todas las potencialidades que ofrecen las TIC. Más allá de los procedimientos completamente electrónicos que se mantienen sin grandes cambios (como los sistemas dinámicos de adquisición), de herramientas de adjudicación tales como las subastas electrónicas (que siguen vinculándose al órgano de contratación a pesar de las posibilidades que permite la automatización total de la actuación administrativa), o de la publicidad contractual por medios electrónicos (que arrastra aún el problema de la fragmentación derivada de los perfiles del contratante y del incumplimiento de la obligación de adherirse a la Plataforma de Contratación del Sector Público), la única novedad que se incorpora tiene que ver con el uso obligado de los medios electrónicos en la presentación de ofertas y en las comunicaciones que se den a lo largo del procedimiento de contratación. Pero ambas no son sino una de las múltiples manifestaciones de la gestión del procedimiento administrativo. Se dejan fuera del uso obligado de los medios electrónicos las comunicaciones internas, la gestión electrónica del expediente, el archivo electrónico de la documentación o los propios documentos electrónicos, que, de conformidad con lo previsto en la LPAC, constituyen exigencias (o lo serán a partir de octubre de 2018 en el caso del archivo) para todas las Administraciones Públicas españolas.
A todo lo anterior ha de añadirse, finalmente, que el Legislador de contratos parece hablar un “lenguaje” distinto –puede que como consecuencia de su autismo–. A modo de ejemplo, para él “archivo electrónico” (arts. 155 y 156) no es la función de almacenar y custodiar expedientes en formato electrónico ni el espacio virtual de almacenamiento, sino la versión electrónica del sobre con la documentación que ha de presentarse al órgano de contratación en el contexto de un procedimiento de licitación; la palabra “dirección” sólo contempla la postal y no la electrónica (art. 161); las veces que aparece el término sede es para referirse a la sede física de la Administración actuante; palabras como documento electrónico o expediente electrónico ni siquiera aparecen en el texto.
En definitiva, podrá argumentarse que con esta norma se da cumplimiento a la Directiva en “su” apuesta por la contratación pública electrónica, lo cual es cierto con carácter general; pero se hace a costa de excluir de la modernización administrativa uno de los más importantes sectores del tráfico jurídico-administrativo, no sólo por lo que representa en términos económicos, sino también por lo que supone en cuanto a volumen de actividad administrativa. Cumplir con la Directiva no impide al Reino de España ir más allá de lo previsto en ella como exigencias de mínimos y, desde luego, no le habilita para desconocer obligaciones incorporadas en otros textos legales recientemente aprobados. No ha de olvidarse que aquélla se dirige a 28 Estados Miembros, cuyos sistemas jurídicos y nivel de implementación de los medios electrónicos son muy diferentes y, por esta razón, su opción por la contratación pública electrónica es necesariamente limitada; en cambio, la Ley por la que se transpone ha de ser coherente no sólo con las exigencias contempladas en la misma, sino también con la concreta realidad normativa y organizativa interna a la que se va a aplicar. Aunque cumpla en lo primero, falla en esto último.
Así las cosas, la “decidida apuesta que el nuevo texto legal realiza en favor de la contratación electrónica” es, sencillamente, falaz, una falsa apariencia: ni hay apuesta en términos generales, ni mucho menos es decidida en comparación con las potencialidades de las TIC.
A pesar ello, considero que nos corresponde a los operadores jurídicos –a todos: aplicadores y creadores, estudiosos y prácticos, órganos de contratación y licitadores– explorar y explotar todas las posibilidades que ofrecerá la nueva Ley. Sin duda alguna, la remisión con carácter supletorio a la normativa reguladora del procedimiento administrativo común y del régimen jurídico básico del sector público es una de ellas. Haremos bien todos en tener en cuenta las Leyes 39 y 40 en el proceso de implantación de la contratación pública electrónica; y, a la inversa, en no dejar de lado la contratación pública electrónica en la implantación de las Leyes 39 y 40. Quizás aquí se encuentra el punto de inflexión que tanto se necesita: que los expertos en contratación pública y los expertos en Administración electrónica colaboren juntos en la aplicación de la Ley.
Isaac Martín Delgado
Profesor Titular de Derecho Administrativo, Director del Centro de Estudios Europeos “Luis Ortega Álvarez” de la Universidad de Castilla-La Mancha
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